Cuenta Mundos

Nuestro colegio, como tantos otros, es un espacio de convivencia con personas de muchas nacionalidades. Es por eso que en esta estantería de LA BIBLIOTECLA vamos a reflejar cuentos, juegos y canciones de esos países de origen. Porque todos somos de la misma nación, EL MUNDO.

La tortuga gigante, escrito por Horacio Quiroga (Uruguay)

Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijero que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:
–Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hace rmucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.
El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien.
Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutos. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.
Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado vivas muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de kerosene.
El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto.
–Ahora –se dijo el hombre–, voy a comer tortuga, que es una carne muy rica.
Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres hilos de carne.
A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre.
La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin moverse.
El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos con la mano sobre el lomo.
La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre, y le dolía todo el cuerpo.
Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la agrganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió entonces que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre.
–Voy a morir –dijo el hombre–. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quien me dé agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de sed.
Y al poco rato la fiebre subió más aún, y perdió el conocimiento.
Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces:
–El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo le voy a curar a él ahora.
Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar enseguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie.
Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas.
El cazadore comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta:
–Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí.
Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo:
–Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires.
Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje.
La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar, se detenía, deshacía los nudos, y acostaba al hombre con mucho cuidado, en un lugar donde hubiera pasto bien seco.
Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir.
A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua!, ¡agua!, a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber.
Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A veces se quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta:
–Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a morir aquí, solo, en el monte.
Él creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el camino.

Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza para nada.
Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba el cielo, y no supo qué era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre que había sido bueno con ella.
Y sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico viaje.
Pero un ratón de la ciudad –posiblemente el ratoncito Pérez– encontró a los dos viajeros moribundos.
–¡Qué tortuga! –dijo el ratón–. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, qué es? ¿Es leña?
–No –le respondió con tristeza la tortuga–. Es un hombre.
–¿Y adónde vas con ese hombre? –añadió el curioso ratón.
–Voy... voy... Quería ir a Buenos Aires –respondió la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía–. Pero vamos a morir aquí, porque nunca llegaré...
–¡Ah, zonza, zonza! –dijo riendo el ratoncito–. ¡Nunca vi una tortuga más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allá, es Buenos Aires.
Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa, porque aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha.
Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se curó enseguida.
Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios, no quiso separarse más de ella. Y como él no podía tenerla en su casa, que era muy chica, el director del Zoológico se comprometió a tenerla en el Jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija.
Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea por todo el jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos.
 

Analía García, escrito por Ana María Shua (Argentina)

 La pequeña Analía García,
caminando distraída, sin pensar,

pisó un chicle en la calle

y ya no se pudo despegar.

Pasaron las horas y los días.

Sus padres le llevaban de comer.

Pasaron las semanas y los meses.

Analía empezaba a crecer.

Terminó la primaria en la calle.

Las maestras la ayudaban a estudiar.

Analía era linda y los muchachos

le decían piropos al pasar.

Tuvo un novio que allí la visitaba.

Se casó, pero no se despegaba.

Pasaron los meses y los años:

Analía empezaba a envejecer.

Andaría por los ochenta y pico

cuando un nieto fue a verla con su hijo.

Y el bisnieto, simpático, le dijo

después de mirarla un largo rato:

“Si querías despegarte, bisabuela,

¿por qué no te quitaste los zapatos?”

El palomar, escrito por Lorenzo Vidal (España)

Había un niño que tenía un palomar en la terraza de su casa, pero no tenía palomas. Tenía muchas ganas de tener palomas y echarlas a volar como hacían otros amigos, pero había oído decir que si las palomas no habían nacido en el propio palomar, entonces se fugaban cuando echaban a volar. Y pensó:
-¿Cómo puedo hacer para que me nazcan palomas en mi palomar?
Y de una antigua granja que tenían sus padres cogió una incubadora artificial.
-Bueno, voy a comprar huevos y los pondré en la incubadora.
Se fue a una casa de venta de animales y preguntó si tenían huevos de paloma fecundados. Y le dijeron que no. Y al cabo de recorrer unas cuantas, se encontró con un vendedor que intentaba ser más listo que los otros. Y le dijo:
-Huevos de paloma no, pero llévate estos y verás qué bien te van.
El niño no preguntó más, se llevó aquellos huevos un poco más grandes que los de paloma y los puso a incubar. Todos los días iba allí a ver si se picaban, hasta que un día observó ilusionadísimo que se estaban picando. Pero qué disgusto se llevó cuando vio que no nacieron palomas, que lo que nacieron fueron cocodrilitos.
El niño preguntó en qué se había equivocado. Y es que, en vez de incubar palomas, puso huevos de cocodrilo. ¿Qué falló? El no haber puesto las semillas adecuadas para conseguir los resultados que quería. Si nosotros en nuestra vida sembramos estas semillas de amistad, no-violencia y paz, el día deseado tendremos el resultado deseado. Pero si, aunque deseemos la paz, lo que sembramos en nuestra vida son semillas de violencia, pelea, enemistad, no tendremos paz, pues no tendremos palomitas sino cocodrilitos.


La riña de las codornices (Turquía)

¡Oíd esos gritos lastimeros que atraviesan cada el día silencioso bosque!
¡Ah!, son los gemidos de seis mil codornices. ¡Pobres aves! Cada día llega un hombre del pueblo y las cubre con una red cuando se posan en el suelo. Después de arrojar la red, la recoge, atrapando as a centenares de codornices, que lleva al pueblo para venderlas.
Ahora bien, un día, la reina de las codornices dijo:
-No lloréis más, pequeñas mías. Si hacéis caso de las palabras de vuestra reina no os atraparán nunca. Cuando arrojen la red sobre vosotras pasad la cabeza por el agujero y levantad el vuelo todas juntas, elevando así la red en el aire. Si entonces os posáis sobre una montaña erizada de púas estas mantendrán la red por encima del suelo y vosotras podréis escapar por debajo antes de que el aldeano llegue a la montaña. Hacedlo como os digo y todas os salvareis. Pero si algún día se levanta una riña entre vosotras y empezáis a pelearos, ese día ¡ay! os atraparán y nunca más volveréis a ver el bosque.
Las codornices hicieron tal como su reina les había aconsejado y, cada día, el aldeano volvía a su casa sin un real y su mujer se enfadaba muchísimo.
-No te preocupes -le dijo un día a su mujer- estas codornices se pelearán un día de estos y entonces las atraparé fácilmente.
Y sucedió que un día una codorniz le pisó la cabeza a otra.
-¡Te voy a dar lo que te mereces! -gritó enfurecida la codorniz lastimada, saltando sobre la otra y golpeándole con las alas-. ¡Fuera de aquí, fuera!.
La reina Codorniz, viendo la pelea, dijo a las demás:
-No nos quedemos aquí. Estas dos infelices seguro que acabarán mal.
Y se fue volando con aquellas que hicieron caso de su advertencia.
Y mientras las dos codornices seguían peleándose, una extraña nube cayó sobre sus cabezas: ¡era la red!
Muchas fueron atrapadas y llevadas al pueblo para ser sacrificadas. Pero la prudente reina Codorniz y aquellas que escucharon su consejo nunca fueron atrapadas. Y en el pequeño y silencioso bosque, vivieron todas felices por siempre jamás.




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