¡Oíd esos gritos lastimeros que atraviesan cada el día
silencioso bosque!
¡Ah!, son los gemidos de seis mil codornices. ¡Pobres aves!
Cada día llega un hombre del pueblo y las cubre con una red cuando se posan en
el suelo. Después de arrojar la red, la recoge, atrapando as a centenares de
codornices, que lleva al pueblo para venderlas.
Ahora bien, un día, la reina de las codornices dijo:
-No lloréis más, pequeñas mías. Si hacéis caso de las
palabras de vuestra reina no os atraparán nunca. Cuando arrojen la red sobre
vosotras pasad la cabeza por el agujero y levantad el vuelo todas juntas,
elevando así la red en el aire. Si entonces os posáis sobre una montaña erizada
de púas estas mantendrán la red por encima del suelo y vosotras podréis escapar
por debajo antes de que el aldeano llegue a la montaña. Hacedlo como os digo y
todas os salvareis. Pero si algún día se levanta una riña entre vosotras y
empezáis a pelearos, ese día ¡ay! os atraparán y nunca más volveréis a ver el
bosque.
Las codornices hicieron tal como su reina les había
aconsejado y, cada día, el aldeano volvía a su casa sin un real y su mujer se
enfadaba muchísimo.
-No te preocupes -le dijo un día a su mujer- estas
codornices se pelearán un día de estos y entonces las atraparé fácilmente.
Y sucedió que un día una codorniz le pisó la cabeza a otra.
-¡Te voy a dar lo que te mereces! -gritó enfurecida la
codorniz lastimada, saltando sobre la otra y golpeándole con las alas-. ¡Fuera
de aquí, fuera!.
La reina Codorniz, viendo la pelea, dijo a las demás:
-No nos quedemos aquí. Estas dos infelices seguro que
acabarán mal.
Y se fue volando con aquellas que hicieron caso de su
advertencia.
Y mientras las dos codornices seguían peleándose, una
extraña nube cayó sobre sus cabezas: ¡era la red!
Muchas fueron atrapadas y llevadas al pueblo para ser
sacrificadas. Pero la prudente reina Codorniz y aquellas que escucharon su
consejo nunca fueron atrapadas. Y en el pequeño y silencioso bosque, vivieron
todas felices por siempre jamás.